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23 junio, 2022

Artigas, Bustos y la propiedad territorial de Córdoba

Por Roberto A. Ferrero

El “Reglamento para Fomento de la Campaña”, instrumento artiguista de una profunda y original reforma agraria, se había promulgado en septiembre de 1815. Con sus confiscaciones sin indemnización; sus repartos gratuitos de tierras y ganados a los “negros libres, zambos de igual clase, los indios y criollos pobres”; sus limitaciones a la extensión de la propiedad rural, sus prohibiciones de destinarla a la especulación; y su prevención de que “los más infelices serán los más privilegiados”, el “Reglamento” artiguista había espantado a los latifundistas orientales. A poco de dictado se empezó a aplicar desde arriba por las autoridades, pero fundamentalmente desde abajo por iniciativa de las masas. Los afectados por las expropiaciones lucharon “con chicanas, amenazas, distorsiones, influencias”, dice Lucía Sala de Tourón, pero a “mediados de 1816 las clases propietarias del campo adquirieron plena conciencia de que estaban derrotadas” (1) . Fue entonces cuando empezaron a abandonar al Protector y a gestionar la invasión portuguesa. Las noticias de la aplicación del “Reglamento” en la “otra banda” debe haber causado honda inquietud en el grupo de grandes propietarios territoriales que rodeaba a José Javier Díaz. Primer gobernador autonomista de Córdoba y aliado cauteloso del Protector, el mismo Díaz era dueño de los extensos dominios de “Santa Catalina”; José de Isasa poseía vastas posesiones en la “Pampa de San Luis”, en Traslasierra; los Del Corro eran dueños de la Estancia de Macha -departamento de Totoral, el mismo de Díaz-; los Allende tenían muchos intereses rurales en el Norte y el Oeste de la provincia; Jerónimo Salguero de Cabrera y Cabrera, congresal en Tucumán en 1816, tenía, proveniente de sus mayores, tierras en “Los Algarrobales” -tras las Sierras Grandes- y en la región de Soto, y posteriormente obtuvo más en la zona suburbana de lo que es hoy “Nueva Córdoba”. En 1809, siendo síndico Personero de Córdoba había solicitado al Cabildo la represión de “todo vago, garito o mal entretenido” que anduviese suelto por la campaña, proponiendo que se los remitiese a España a servir en el ejército, siendo conducidos “hasta el punto de embarque a expensas del fondo que forme una moderada contribución de los hacendados” (2) .El gobernador Díaz, a su vez, dictaría un Bando Municipal condenando a servir en las obras públicas por un mes, con cadenas, a los peones que no tuviesen su “papeleta de conchavo”, lo mismo que “al que no tuviese ocupación” (art. 21°) (3). Estas iniciativas de Díaz y sus amigos ponen de relieve los límites del populismo de la aristocracia federal de Córdoba -progresiva en otros aspectos y por otras razones- y la concepción jerárquica y paternalista de las relaciones sociales que alimentaba, concepción por otra parte común a toda la aristocracia hispanocriolla del interior. Manuel Belgrano, dueño de vastas estancias en el Uruguay, sentía un odio obsesivo por el Protector de los Pueblos Libres.

El propio General Paz, hombre de pensamiento liberal en tantos aspectos, en éste de las relaciones sociales de producción en la campaña, en 1830, siendo Gobernador usurpador de la provincia, adoptaría la misma actitud represiva y disciplinarista de sus antecesores. En efecto: en sus “Instrucciones” para la policía de campaña dictadas en aquel año por el “Supremo”, como se hacía llamar, se institucionalizó la persecución al gauchaje libre. Ellas en su artículo 26, ordenaba a jueces y comisarios “no consentir de modo alguno gente vaga y ociosa en sus respectivos distritos” la cual debía ser detenida y destinada a las obras públicas. No es de extrañar esta legislación de Paz, ya que aunque él era sólo un ex seminarista, el grupo social que lo apoyaba era el mismo viejo núcleo de propietarios que hacía tres lustros había rodeado a coronel Díaz. En cambio, el general Juan B. Bustos, hijo de un “terrateniente” del Valle de Punilla se había elevado lo suficiente por encima de su clase como para ser tolerante con sus paisanos de la llanura cordobesa. Su “Reglamento de Campaña” de 1823 -que rigió durante todo el período rosista- y la ley contra el cuatrerismo de 1829, sancionadas ambas durante el mandato del héroe de Arequito, castigaban naturalmente el robo de ganado, pero no contenían la menor alusión al “vago”, vale decir: no incriminaba al gaucho en cuanto hombre libre, sino en tanto y en cuanto se apoderase de animales ajenos.

La historiografía cordobesa oficial ha sido injusta con los dramatis personae que se movieron alrededor de los sucesos del año XV: el General Bustos, que defendió a sus paisanos, pactó la paz con los ranqueles, trató de organizar constitucionalmente a la nación y apoyó como nadie a la universidad y la cultura de la provincia, fue calificado de “bárbaro”, “autoritario” y “perezoso”; el General Paz, en cambio que -sin abandonarlas del todo- puso sordina a sus ideas federales para pactar con los porteños y que persiguió cruelmente a las guerrillas criollas que en La Sierra combatían su ilegítimo gobierno, fue elevado al rango de prócer nacional. Él constituye, con Dalmacio Vélez Sársfield y el Deán Funes la trilogía intocable a cuya sombra no pudo florecer ninguna otra fama. Es que cada uno de ellos respondía a una de las tres fuerzas hegemónicas que ha padecido el país desde siempre: la milicia que abandonó los ideales sanmartinianos; la aristocracia de toga y título que ha dominado la justicia, la Universidad y la civilidad local; y el poderoso clero cordobés, retrógrado como pocos no obstante ciertos aspectos progresivos del propio Deán y sus seguidores de sotana.

1) Lucía Sala de Tourón: “Artigas y su revolución agraria”, Siglo XXI, México 1978, págs. 206/297

2) Emiliano Endrek: “El Mestizaje en Córdoba”, Universidad Nacional de Córdoba 1966, pág. 34.

3) Bando de carácter Judicial y Municipal”, en el folleto “Homenaje en el 150° aniversario de la muerte del coronel José Javier Díaz”, publicado en 1979 por el Ministerio de Bienestar Social de Córdoba.

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