Por Daniela D`Ambra*
José G. Artigas, caudillo oriental, combatido y traicionado desde esta orilla, hace de su lucha no
una cuestión de elite sino de pueblos movilizados por un destino común que, para él, era la Patria
Grande, integrada, industrialista y federal.
No es casualidad que un personaje combatido tan fuertemente por los poderes concentrados de
su época, hoy sea un exponente más de los malditos de la historia, de aquellos que han sido
tergiversados hasta el punto de no ser reconocibles en sus verdaderos derroteros.
«Soy un ciego idólatra de la dignidad popular» decía José Artigas en 1814, resumiendo en pocas
palabras el motor y el fin de su lucha.
Condenado al exilio por la oligarquía porteña y a la categoría de «caudillo uruguayo» vaciado de
contenido popular y latinoamericano por el relato oficial, Artigas ingresa en la historia con toda su
fuerza a pesar de que algunos, como Bartolomé Mitre, lo hayan querido enterrar históricamente.
Su lucha no puede pensarse al margen de la de los revolucionarios de Mayo, es un mismo objetivo
lo que los mueve. Tanto en las palabras como en el accionar de este caudillo latinoamericano
encontramos los ecos fundantes de un proceso revolucionario que tiene como escenario a la
América latina toda.
Ya decía Mariano Moreno en su Plan de Operaciones que era importante la participación en la
causa revolucionaria de ese tal Artigas y sus hombres, quienes podrían extender y defender en la
Banda Oriental lo iniciado de este lado del Río de la Plata.
El aporte fundamental que harán será el de la incorporación de los sectores populares rurales a la
Revolución, que hasta ese momento había sido principalmente urbana. Y no sólo implicaba una
participación militar de los gauchos, los indios y otros marginados rioplatenses, en su plan de
gobierno se ven representados sus intereses en plena continuidad con los ideales políticos de
Mayo. En la defensa de los olvidados de la historia, el programa artiguista proponía la distribución de
tierras «con prevención que los más infelices serán los más privilegiados» y la protección de la
industria local a través de límites impuestos a los productos importados. Plantea, además, la
unidad de los pueblos de la América criolla, sobre la base de la igualdad de derechos y la
organización democrática del poder.
En ese sentido se opone tanto al despotismo del absolutismo español como al centralismo
devorador de una Buenos Aires que rápidamente ha ido abandonando los ideales de la revolución
para pasar a representar los de la burguesía comercial porteña.
En los años que van desde el inicio de las acciones en lo que años después será Uruguay, hasta el
definitivo exilio del líder oriental, que lo confinaría en Paraguay hasta el día de su muerte, el Río de
la Plata será testigo de numerosas traiciones, abandonos o agresiones directas desde el poder
político porteño hacia el núcleo revolucionario artiguista.
No es casualidad que aquellos que se opusieron a esos enfrentamientos sean los mismos que hoy
mejor expresan las banderas de la Revolución de Mayo. Desde Moreno que, como dijimos antes,
lo convocaba a ser un agente fundamental del proceso abierto (y no sorprende que sea así viendo
las coincidencias entre el programa artiguista y el Plan de Operaciones elaborado por el secretario
de la Primera Junta) hasta San Martín que desconoce con excusas burdas la orden impartida desde
Buenos Aires de volver con sus tropas al Litoral para reprimir a Artigas y su gente.
Tampoco será casualidad que un personaje combatido tan fuertemente por los poderes
concentrados de su época, hoy sea un exponente más de los malditos de la historia, de aquellos
que han sido tergiversados hasta el punto de no ser reconocibles en sus verdaderos derroteros.
Asimismo, no es casual que ante los vientos de cambio que vuelven a poner del lado del pueblo los
vaivenes de la política, sea Artigas uno de los que hoy vuelve a pararse como protagonista
principal de nuestra historia, pero como el luchador popular que fue.
(*) Centro Cultural E.S. Discépolo
Publicado en Edición especial TELAM – 25/05/2011